Liga de Campeones

Luis Enrique se cita con el Inter de Milán en la final de Champions League

El Paris Saint Germain estará en Múnich, el equipo francés hace valer la victoria en Londres de hace una semana y certifica su presencia en la final, donde ya lo esperaba el Inter de Milán desde ayer.

Por Iván Vargas
9 min.
Luis Enrique al frente del PSG @Maxppp

Bajo un cielo parisino que se deshacía en sombras, el Arsenal desembarcó en el Parque de los Príncipes como un navegante en busca de un faro perdido. El eco de un 0-1 en contra, legado del duelo de ida en Londres, pesaba como una cadena. La semifinal de la Liga de Campeones exigía un asalto imposible, un desafío para arrancar la final de Múnich de las garras de un PSG que rugía con la fuerza de su afición. Los Gunners, con el alma al borde del abismo, no buscaban solo un gol, sino un verso épico que reescribiera su destino, un canto de remontada que devolviera la gloria soñada desde 2006.

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Desde el primer soplo del silbato, el Arsenal se alzó como un huracán londinense, decidido a doblegar el césped y el orgullo galo. Con Declan Rice como timón y Bukayo Saka como relámpago, los de Arteta tejían una red de pases que asfixiaba al PSG en su propio feudo. Era una danza de audacia, un lienzo de presión alta donde cada balón robado era una pincelada de esperanza. Martin Ødegaard, capitán y trovador, dirigía la sinfonía con la precisión de un poeta, mientras el balón, fiel aliado, buscaba las rendijas de una muralla parisina que empezaba a temblar bajo el peso de la ambición inglesa.

En el minuto siete, el destino alzó su pluma. Ødegaard, con el corazón en la bota, soltó un latigazo que rasgó el aire como un lamento. El disparo, cargado de furia, voló hacia la cepa del poste, pero Gianluigi Donnarumma, titán bajo los palos, extendió una mano de mármol que desvió el grito de gol. El estadio contuvo el aliento, no solo por la parada, sino porque el portero yacía en el suelo, herido por la fuerza de un balón que parecía llevar el peso de mil sueños. Fueron minutos de silencio fracturado, de corazones suspendidos, hasta que Donnarumma se levantó, como un guardián que desafía al destino, dispuesto a seguir tejiendo su leyenda.

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El primer cuarto de hora fue un monólogo del Arsenal, un poema de dominio que arrinconaba al PSG en su propio campo. Los parisinos, atrapados en la marea inglesa, apenas podían respirar, incapaces de hilvanar versos propios. Sin embargo, en su primera chispa, el PSG mostró su veneno. Khvicha Kvaratskhelia, con la astucia de un zorro, halló una grieta en la zaga londinense. Su disparo, una rosca cargada de promesas, se estrelló contra el poste, un lamento de madera que resonó como un presagio: en el Parque de los Príncipes, incluso en la tormenta, los dioses del fútbol pueden girar la rueda.

El zarpazo no quebró el espíritu del Arsenal, que mantuvo su asedio con la fe de los indomables. Jugadores por delante del balón, como hilos de un tapiz, tejían un control que parecía inquebrantable, un canto a la resistencia frente a la adversidad. Pero el PSG, forjado en dinamita, aguardaba su momento. En el minuto 27, la noche se tiñó de azul. Fabián Ruiz, con la calma de un alquimista, recogió el rechace de una falta lateral y, tras un control con el pecho que parecía detener el tiempo, desató un zurriagazo de empeine que atravesó el alma de David Raya. El gol, un relámpago en la crisis, fue la respuesta perfecta de un equipo que sabe renacer en la penumbra.

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La herida aún sangraba cuando, apenas un minuto después, Bradley Barcola rozó la sentencia. En una carrera que cortó el aliento, el francés se plantó ante Raya, pero su disparo, falto de precisión, fue desbaratado por el portero español, que se alzó como un muro en la tormenta. La eliminatoria pendía de un hilo, un instante crítico para los Gunners, que se negaban a rendirse. Los de Arteta, con el corazón en carne viva, empujaban contra el viento, pero el marcador no se movió. El descanso llegó con un 1-0 que pesaba como un epitafio, un susurro de que el sueño de Múnich se desvanecía en el césped parisino.

El Arsenal sabía que el tiempo se le escapaba como arena entre los dedos, un reloj cruel que marcaba el ocaso de su sueño de Múnich. La final de la Liga de Campeones se desdibujaba en el horizonte, y cada segundo en el Parque de los Príncipes pesaba como un verso inacabado. Pero el Paris Saint-Germain, renacido tras el descanso, emergió con la ferocidad de un león que no tolera más amenazas. Los de Luis Enrique, más activos, tejían un tapiz de pases rápidos y colmillo afilado, decididos a no pasar más apuros que los estrictamente necesarios. El balón, ahora aliado parisino, danzaba bajo la batuta de Fabián y Kvaratskhelia, mientras el Arsenal, herido pero indómito, buscaba un destello que reavivara la esperanza.

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En el minuto 62, la noche se iluminó con un relámpago inglés. Bukayo Saka, con la chispa de los elegidos, se inventó un disparo de rosca que surcó el aire como un poema desesperado. El balón, curvado por la magia de su bota, volaba hacia la escuadra, un suspiro de redención para los Gunners. Pero Gianluigi Donnarumma, ángel custodio del PSG, se elevó como un ser alado, extendiendo una mano milagrosa que arrancó el gol de las gargantas londinenses. El estadio estalló en un rugido, un canto a la inmortalidad del portero italiano, mientras Saka, con la mirada perdida, veía desvanecerse un instante que pudo cambiarlo todo.

La batalla pendía de un hilo, y David Raya, guardián del Arsenal, se alzó para dar una vida extra a los suyos. En el minuto 73, el VAR susurró al árbitro, señalando una mano furtiva en el área inglesa tras un lanzamiento de Achraf Hakimi. El colegiado, tras revisar la jugada, decretó penalti, un puñal que amenazaba con apagar la llama londinense. Vitinha, con la frialdad de un verdugo, se acercó al punto fatídico, lanzando a cámara lenta, como si el tiempo se doblegara a su voluntad. Pero Raya, con instinto felino, adivinó el rumbo y detuvo el disparo, un acto de resistencia que mantuvo al Arsenal en la cuerda floja. Sin embargo, la sentencia parisina no tardaría en llegar. Achraf recibió un balón en el área, se anticipó a la zaga y, con un toque perfecto, buscó el ángulo imposible. El 2-0, un dardo al corazón inglés, selló el pase del PSG a la final, un epitafio para los ‘Gunners’ que cayeron con la cabeza alta y anotando el tanto del honor en el minuto 76 por medio de Saka que maquillaba el marcador final (2-1).

Así, el Paris Saint-Germain se verá las caras con el Inter de Milán en una final sin favorito claro, un duelo de titanes que ya despierta anhelos en los amantes del fútbol. El Parque de los Príncipes, testigo de una noche de gloria y despedida, se despide con la promesa de Múnich, donde el balón escribirá un nuevo capítulo. Mientras el Arsenal recoge sus sueños rotos, el PSG avanza, llevando en su franja roja el eco de una remontada frustrada y la certeza de que, en la Champions, cada gol es un verso eterno.

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