Liga de Campeones

Donnarumma y Dembélé dejan al PSG con un pie en la final de Liga de Campeones

Paso de gigante del Paris Saint Germain para estar en la final de Múnich. El campeón francés asaltó Londres para doblegar al Arsenal de Mikel Artetagracias a un tempranero gol de Ousmane Dembélé. Mención aparte merece también la actuación de Gianluigi Donnarumma, muy sólido bajo los palos.

Por Iván Vargas
7 min.
Ousmane Dembélé de celebración @Maxppp

En una noche londinense cargada de sueños y anhelos, Arsenal y Paris Saint Germain se veían las caras bajo los focos del Emirates, con la mirada fija en un primer paso hacia la gloria de Múnich. Ambos equipos, en la cúspide de su forma, llegaban envueltos en la magia de sus recientes hazañas en cuartos de final. Mikel Arteta, arquitecto de un Arsenal renacido, había devuelto el brillo al juego de los ‘Gunners’, mientras que Luis Enrique, con mano firme y visión clara, había elevado al PSG a nuevas alturas, silenciando las dudas que dejó la partida de Kylian Mbappé. El aire vibraba con promesas de grandeza, y el césped, testigo mudo, aguardaba el baile de titanes.

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No tardó el Paris Saint Germain en rasgar el silencio con un zarpazo tempranero. Apenas a los cuatro minutos, una danza eléctrica de Kvaratskhelia por la banda culminó en un remate de Dembélé, un disparo que, aunque torpe, sobrepasó a David Raya y se coló en la red, haciendo estallar el 0-1. El gol fue un relámpago que estremeció Londres, un mazazo que dejó al Arsenal tambaleándose, con el alma en vilo. El Emirates, herido, guardó un silencio sepulcral, mientras los parisinos, con la confianza de un felino al acecho, olfateaban la debilidad de su presa.

Con el paso de los minutos, el Arsenal intentó recomponer su espíritu, como un guerrero que, aturdido, busca su espada. El partido, poco a poco, encontró un equilibrio frágil, pero el PSG, con colmillo afilado, merodeaba la portería de Raya, creando sombras de peligro que mantenían en vilo a la grada. Los Gunners, en cambio, parecían atrapados en un hechizo, incapaces de tejer su magia habitual; la portería de Donnarumma, un castillo inexpugnable, apenas sintió cosquillas a excepción de una brillante intervención sobre la bocina a lanzamiento de Martinelli y cada avance local se diluía como un verso incompleto, y el PSG, dueño del ritmo, mantenía su ventaja con la frialdad de un poeta que conoce el poder de sus palabras.

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Al descanso, el 0-1 reinaba en el marcador, pero el eco del gol parisino seguía resonando en el corazón del Emirates. El Arsenal, tocado pero no hundido, se retiraba a los vestuarios con la urgencia de encontrar su voz, de transformar la desazón en un canto de rebeldía. El PSG, por su parte, caminaba con la serenidad de quien sabe que ha golpeado primero, pero consciente de que la batalla, bajo el cielo londinense, aún guardaba estrofas por escribir. La noche, testigo de este primer acto, aguardaba con el aliento contenido el próximo movimiento en este duelo de titanes.

Con el rugido del Emirates como viento en popa, el Arsenal salió al segundo acto con el alma en llamas, decidido a torcer el destino. Apenas un minuto y medio después del pitido inicial, el estadio estalló en un grito de éxtasis: Mikel Merino, suspendido en el aire como un halcón, cabeceó un lanzamiento de falta magistral de Declan Rice, haciendo temblar las redes. La hinchada, en un delirio colectivo, cantaba victoria, pero el VAR, frío como un juez implacable, irrumpió en la escena. Tras un escrutinio eterno, el gol fue anulado por un fuera de juego milimétrico, y el júbilo se convirtió en un lamento que resonó en las gradas, dejando al Arsenal con el corazón en un puño.

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Quiero y no puedo del Arsenal

Lejos de rendirse, los Gunners redoblaron su asedio, impulsados por la furia de quien se niega a aceptar la derrota. En el minuto 55, Leandro Trossard, con la precisión de un poeta que elige sus versos, se plantó ante Donnarumma, pero el guardián parisino, colosal como una muralla viviente, extendió una mano milagrosa para desviar el disparo. El Emirates contuvo el aliento, y el balón, como si respetara la grandeza del portero, se perdió en la noche. El Arsenal, aunque herido, seguía empujando, tejiendo jugadas con la desesperación de un artista que busca la pincelada perfecta, pero el PSG, firme como un soneto bien estructurado, resistía sin fisuras.

El dominio local se intensificaba, pero la portería de Donnarumma parecía hechizada, inmune a los conjuros de los ingleses. Cada ataque del Arsenal era un verso apasionado que moría en los guantes del portero o en la zaga parisina, ordenada como un ejército en formación. Sin embargo, el PSG, astuto y letal, aguardaba su momento. En el minuto 83, Barcola, con un destello de genialidad, rozó el segundo gol, pero su disparo se perdió por un suspiro. Poco después, Gonçalo Ramos, con un latigazo que parecía destinado a la gloria, hizo temblar el larguero, recordando a los londinenses que el peligro acechaba. El partido, atrapado en un vaivén de emociones, se consumió entre intentos estériles, y el 0-1 se mantuvo, inamovible como un epitafio.

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Cuando el árbitro señaló el final, el Paris Saint Germain abandonó el Emirates con la ventaja en el bolsillo, un botín precioso para la vuelta en su fortaleza del Parque de los Príncipes. Sin embargo, subestimar al Arsenal sería un error fatal. Los Gunners, aunque heridos, llevan en su sangre la rebeldía de los grandes. La noche parisina promete ser un torbellino, un lienzo donde se pintarán noventa minutos de locura, pasión y redención. La final de Múnich aún no tiene dueño, y este duelo, como un poema épico, espera su desenlace bajo las estrellas.

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